Mientras el sol encantador de finales de
verano recalcitra en su piel y el tiempo le contrae con golpes certeros el
alma, Calisto captura en jaulas imaginarias a tres copetones desnutridos que
luchan por las boronas de galleta de avena que deja caer al suelo, boronas que
parecen desangrarse en sus dedos como el cuello de un pollo tierno a punto de
convertirse en guisado. Una galleta bajo el sol es el ultimo desayuno que le
consume grano a grano como la memoria desde que ella desapareció.
Era tan fino su oído en el arte de la
escucha que en una ocasión logro percibir el tic tac de una bomba, en un bunker
de algún Fürer, en alguna de las guerras, en alguno de los mundos, con algunos
de los hombres. No era inmortal ni tenia alteraciones genéticas, simplemente el
tiempo al igual que a Prometeo le ha capturado entre cadenas en manos y pies mientras
le ronda con misterio en forma de cuervo. Calisto ha visto tanto y a tantos que
su ceguera al final de la madures era un descanso más que una condena. Un
blanco de cataratas cubre con un velo el iris tostado que la vio por ultima vez
mientras se escondía tras los cerezos, y allí en el parque Santander, dos
cuadras abajo de la calle de los dolores, con la mirada perdida en el blanco
lechoso del olvido siembra su incertidumbre épica y declara con una angustia
congruente el final de la existencia, se embriaga en aromas ácidos de perfumes,
de mujeres, de paseantes, de recuerdos. Toma sus tobillos con sus manos
endémicas, se entorna como un capullo de mierda, consigue mantener el
equilibrio y como en un ultimo performance explota en un millón de abejas
africanas, no sin antes maldecir al conejo blanco por haberse llevado a su
Alicia y al mundo por haber olvidado el juego de morir.
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